Autor/a: Gonzalo Casino Fuente: IntraMed / Fundación Esteve
La pandemia ha obligado a realizar telemáticamente muchas consultas médicas que en circunstancias normales hubieran sido presenciales. La mayoría se han hecho por teléfono, pero también se han utilizado otros medios, desde las videoconferencias y el correo electrónico hasta el polivalente WhatsApp. En Estados Unidos, la tasa de consultas telemáticas entre enero y junio de 2020 aumentó más del 2000% (de 0,8 a 17,8 visitas por cada 1000 usuarios, en valores absolutos), según un análisis de 16,7 millones de usuarios publicado en JAMA Internal Medicine.
La atención sanitaria en tiempos de la covid-19 está mostrando que la comunicación médico-enfermo puede abrirse definitivamente a los canales digitales, pero esta apertura es solo la manifestación más visible de un movimiento digital más profundo que afecta a toda la medicina y la atención sanitaria.
El sector económico de los cuidados de salud es la gran “industria” que no acababa de sumarse a la revolución digital del consumo, donde ya están instalados desde hace más de 20 años el turismo, el comercio al por menor y hasta la banca, la penúltima en llegar. La atención sanitaria no ha dado todavía este paso porque la salud no es un bien de consumo cualquiera y porque los datos médicos personales son especialmente sensibles. Sin embargo, las posibilidades que ofrecen las herramientas digitales para universalizar la asistencia sanitaria y mejorar la salud de la población son innegables. Algunas son tan sencillas como enviar recordatorios a las embarazadas para que vayan a las revisiones prenatales o a los padres para que lleven a sus hijos a vacunarse, aprovechando la amplia difusión de teléfonos móviles en todo el mundo. Otras son más complejas, como la implantación de las historias clínicas electrónicas estandarizadas, los sistemas de telediagnóstico y las herramientas basadas en inteligencia artificial. Y algunas otras quizá inimaginables.
Los gigantes tecnológicos están tomando posiciones en un negocio estimado de un billón (un millón de millones) de dólares, según un reciente artículo publicado en The Economist. Así, por ejemplo, Amazon ha dado un paso adelante en EE UU para vender fármacos que precisan receta médica a través de su nueva marca Amazon Pharmacy, mientras Apple sigue impulsando el desarrollo de nuevas aplicaciones móviles de salud poniendo énfasis en la privacidad de los datos personales. Todo apunta a que la digitalización de la medicina tiene que pasar necesariamente por la colaboración entre las empresas tecnológicas y los diferentes sistemas, organizaciones y proveedores de servicios sanitarios.
En 2019, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó una guía de recomendaciones sobre intervenciones de salud digital para mejorar la atención sanitaria de la población y los servicios básicos mediante las tecnologías digitales utilizando teléfonos móviles, tabletas y ordenadores. Estas recomendaciones, dirigidas principalmente a los responsables de políticas de salud, van desde cuestiones tan básicas y esenciales como la notificación electrónica de nacimientos y defunciones, hasta el uso de aplicaciones de telemedicina y la formación del personal sanitario, como fórmulas complementarias a las tradicionales. La guía de la OMS alerta del entusiasmo indiscriminado sobre las herramientas digitales; recomienda su uso bajo ciertas condiciones y generalmente de forma complementaria a las vías tradicionales, y advierte que su implantación ha de hacerse siempre tras la evaluación del balance entre riesgos y beneficios, un aspecto en el que todavía queda mucho por hacer.
Las circunstancias impuestas por la covid-19 han aumentado la demanda de servicios y productos digitales, y podrían significar un impulso definitivo a la salud digital durante esta década de 2020. Pero estas herramientas, como cualquier otro desarrollo tecnológico en la historia de la medicina, no son fines en sí mismos, sino medios para mejorar los cuidados de salud que deben ser evaluados de forma imparcial.
El autor: Gonzalo Casino es licenciado y doctor en Medicina. Trabaja como investigador y profesor de periodismo científico en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
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