sábado, 12 de junio de 2021

La actitud científica

 

Gonzalo Casino Fuente: IntraMed / Fundación Esteve

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Sobre el compromiso tardío pero firme e irreversible de la medicina con la evidencia

La escueta narración que hace la Wikipedia de la muerte de los cuatro presidentes de Estados Unidos que han sido asesinados es un buen ejercicio para la memoria histórica de la medicina. Con todos ellos, Lincoln en 1865, Garfield en 1881, McKinley en 1901 y Kennedy en 1963, los medicina de la época hizo todo lo que pudo por salvarles la vida. De los cuatro magnicidios, el más ilustrativo es el de Garfield, que recibió dos balazos que no afectaron ningún órgano vital. El ilustre herido permaneció más de dos meses en cama en la Casa Blanca, mientras los médicos –en su afán por encontrar una de las balas– fueron convirtiendo una herida de unos milímetros en una herida grave. Y acabó muriendo “por culpa de la infección y de la hemorragia interna que le causaron los médicos”.

El caso puede sorprender por el poco tiempo transcurrido. Pero en este escaso siglo y medio la medicina ha cambiado profundamente. En 1881, ya había abandonado la época precientífica de las sangrías, purgas, trepanaciones y otros tratamientos que mataban más que curaban. Y, por primera vez, tenía una explicación científica para el origen de muchas enfermedades, una vez que Pasteur había presentado en la década de 1860 pruebas de que los microbios eran la causa de infecciones. Sin embargo, los médicos seguían sin aceptar algo que no podían ver y se preguntaban “¿dónde están esas pequeñas bestias?”, aferrados a una práctica clínica sustentada en la autoridad y la tradición. Mientras Garfield moría a manos de sus médicos, Koch mostraba esas pequeñas bestias en su microscopio, inaugurando la bacteriología.

La medicina se hacía científica con un retraso de varios siglos respecto a la física o la astronomía, pero la inmensa mayoría de los médicos ni estaban al tanto de la ciencia ni pensaban como científicos. En los 80 años que van desde la teoría microbiana al uso médico de la penicilina en 1941, el progreso clínico no fue realmente apreciable. A partir de entonces los avances médicos se empezaron a disparar. Cuando Kennedy murió en 1963, los médicos tampoco pudieron hacer nada por salvar la vida de un hombre con el cerebro destrozado, pero la práctica médica tenía ya unas sólidas bases científicas y se habían conseguido logros como el de los trasplantes de órganos. Los médicos no eran científicos –y la mayoría de ellos siguen sin serlo– pero la medicina era ya plenamente científica, porque en la profesión prevalecía la actitud científica, esa actitud que implica aprender de la evidencia empírica, revisarla continuamente y modificar en consonancia la práctica y, si hace falta, las propias creencias. Este ha sido el gran cambio.

La actitud científica implica un compromiso colectivo firme con la evidencia.

No siempre es fácil diferenciar la ciencia de lo que no lo es y de la pseudociencia. Mario Bunge propuso en Pseudociencia e ideología hasta 12 condiciones necesarias que debía cumplir un campo de conocimiento para ser considerado científico. Pero la aventura intelectual de lograr una definición de ciencia con arreglo a las leyes de la lógica parece finalmente en vía muerta ante la imposibilidad de identificar sus condiciones necesarias y suficientes. Algunos filósofos de la ciencia siguen dándole vueltas al problema de la demarcación y reivindicando el método científico, pero se van abriendo camino ideas más pragmáticas como la de la actitud científica que defiende el filósofo Lee McIntyre como lo más genuino de la ciencia y que implica un compromiso colectivo firme con la evidencia. Este compromiso no evita que haya fraudes, errores y ejemplos de mala ciencia, pero permite identificarlos, subsanarlos y avanzar.

140 años después de la muerte de Garfield, los tratamientos médicos siguen siendo una causa de enfermedad y muerte nada despreciable. Pero la preeminencia de la actitud científica en la medicina es lo que garantiza que cada vez se conozca mejor lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer.


El autor: Gonzalo Casino es licenciado y doctor en Medicina. Trabaja como investigador y profesor de periodismo científico en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

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