Autor/a: Esteban Crosio
“Y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.” Albert Camus – La Peste
1.
Afuera el mundo que conocías ya no existe más, los días perdieron completamente su identidad. Deambulan almas con sonrisas clausuradas, intoxicadas de incertidumbre. Se respira etanol diluido. Miradas pendulantes buscando incriminar a negligentes de las normas improvisadas. Codos que se encuentran en falsa complicidad. Dos manos se asoman y golpean rítmicamente después del atardecer en el más impune homenaje a Judas. Sálvame pero ándate lejos: el miedo vino para quedarse.
2.
¿Será esto lo que siente uno antes de morirse?
Todo comenzó una mañana de aquel lunes inofensivo donde las secuelas de un fin de semana desordenado generaron unas líneas de fiebre. Nada que un par de muestras gratis de ibuprofeno no pudieran resolver. El blíster asomaba tímido a modo de señalador en una edición descolorida de Final del Juego que reposaba sobre la mesa de luz. Probablemente, disfrutar de la cama y la fiel compañía del canoso Lolo era el plan casi perfecto.
Hasta que en segundos la escena se transforma. En este guion indeliberado el protagonista se convierte en su propio caso clínico. Esa hipertermia insolente no cede y se va asomando desde lejos y galopando una taquicardia bastante desleal. Un sudor frío te recorre lentamente la frente y la espalda sacudiéndote con fugaces espasmos musculares y encendiendo aún más la velocidad del corazón. De fondo, el televisor en mudo ilumina con sus placas rojas y la tormenta de curvas. En ese punto de máxima introspección, donde se divaga entre el sufrimiento real y la ansiedad, no caben dudas para pedir doble rescate: llamar al sistema de emergencia y a la persona que te conoce con nueve meses de ventaja.
3.
Como si un monstruo te aplastara en cada intento de levantarte, ahí estás: tirado hipnótico en ese ring testigo de grandes proezas y otras tantas derrotas. Crucificado, mirando el techo resquebrajado, con un brazo extendido abrazado por el tensiómetro y en la punta del dedo índice el oxímetro de pulso. En el otro miembro superior un catéter 18G te perfora el pliegue del codo y descubre la vena mediana cubital. Las derivaciones precordiales del electrocardiógrafo intentan amigarse a la fuerza con un tórax pálido y tupido. “Tomá, masticá esto”, te indica el astronauta de blanco que luce un estetoscopio como collar.
El sabor ácido de la aspirina recorriéndote la garganta no te impide recordar una vieja mnemotecnia sobre el tratamiento del infarto agudo de miocardio (MONA: Morfina-Oxígeno-Nitroglicerina-ASPIRINA). “Estoy jodido, lo sé”. Exhalás el poco aire que podés rescatar. Cada segundo pesa un año. Ese músculo escondido está decidido a salir por tu boca y descubrir por sí mismo esta pesadilla. “Zarpazo de la muerte al centro del pecho”, tenía razón Don Eduardo. Un masaje intenso sobre el cuello con los pulpejos de los dedos y una súplica en lenguaje artificial no serán suficientes para apaciguar esa ametralladora anárquica.
4.
El reflejo en el monitor de sus ojos irritados con el delineador oscuro corrido del párpado inferior y la marca del N95 sobre el pómulo izquierdo la delatan mientras completa sus últimas epicrisis como residente de Cardiología. Primero repasará paso a paso los minutos que estuvo intubando a ese paciente con sospecha de positividad. Leerá papers eternos sobre bioseguridad y exposición. Después sí elegirá una terraza despoblada o algún pasillo solitario. Tal vez una ducha y la compañía discreta del agua. Puede ser también el camino de regreso a casa después de una nueva jornada extenuante. Seguramente en ese trayecto se cruce a parte de la generación que piensa que ser libre es poner en peligro la vida de los demás. Ese nudo emocional que de a poco la va estrangulando exige romperse. Pero tarde o temprano necesitará un hombro ajeno que tire al tacho los protocolos de la soledad, que destruya el ostracismo afectivo que instaló un virus inesperado en un universo derrotado. La naturaleza, tan impredecible como nadie, vino a estremecernos con sus peones ultramicroscópicos. Y la ciencia nos dejó huérfanos de respuestas, desconcertados hasta la locura del deterioro.
5.
La próxima estación de este Vía Crucis ocupaba el interior de una ambulancia. Ningún capricho del cuerpo se iba a prohibir de encender las alarmas aunque el planeta esté dado vuelta. Viajando en el tiempo, intentando revertir la probable sentencia, era difícil entender en ese estado por qué le tocaba estar en el rol inverso, acompañado de quien le contagiara desde muy pequeño su oficio y de un anónimo encapuchado cuyo último as bajo la manga era una ampolla de adenosina.
Doscientos cuarenta. Un chasquido de vidrio quebrándose. Doscientos cincuenta. La jeringa succiona hasta la última gota. Doscientos sesenta. La aguja ingresa ahora sí en la vía periférica intentando frenar ese palpitar tempestuoso. Un viaje sinestésico que parecía no tener límites. Esa persona que sabe que no tiene absolutamente nada que perder, en ningún momento puede sentirse más libre. Unos acordes acústicos en La Mayor que repetían un estribillo en un indescifrable árabe se escapaban de la radio frontal del coche. Una inesperada resignación comenzaba a quemar su dolor. La música y la poesía le concedían épica a la derrota. ¿O será verdad que todo fracaso tiene prefijada una misteriosa victoria?
6.
Emergió en un salón donde una biblioteca interminable rodeaba gran parte de las paredes de aquel consultorio perdido cerca del mar. Sobre la mesa improvisada con palets pintados de blanco, una taza de té con limón y jengibre y un par de galletas caseras de avena acompañaban a un libro verde que aparentaba ser la biblia de los cardiólogos. El lápiz negro de maquillaje marcaba el capítulo introductorio sobre arritmias. En el extremo sur de un sillón estilo francés descansaba una guitarra Epiphone Texan. Borges, Dostoyevski, Hemingway, Kundera, Fitzgerald y otros escoltaban el lugar. Le gustaba pensar que ahí se prescribían libros o acaso era un recurso a mano para escaparse aún más de la realidad.
-¿Descafeinado para vos?, le preguntó ella con suma delicadeza y seguridad.
La mirada perdida reconociendo el espacio lo encontró con una lámina semioculta en manuscrito, entre tantas fotos nostálgicas y el cuadro con el título de cardióloga, justo por detrás del escritorio. “Cuando nos convertimos en médicos, la mayoría nos vemos obligados a reprimir nuestra empatía natural si queremos actuar con eficacia”. La frase fue suficiente para resucitar un debate que se extendería por horas. Cuestionar al sistema que deshumaniza y automatiza era inevitable, porque cuando se encuentran dos personas que eligen esa profesión como estilo de vida, el ego les borra de la memoria que son verdaderamente dos envases repletos de emociones.
Una pausa silenciosa les permitió disfrutar del sonido de las olas golpeando tímidamente sobre la costa. Se miraron y sonrieron dejando el amor propio de lado. Ella, con sus anticuerpos naturales contra la melancolía. Él, ablacionado de cualquier recuerdo opresivo. Ella suspiró sin poder disimular su increíble belleza anacrónica y giró en busca de un libro que escondía un electrocardiograma de tono amarillento. Él se acercó, le acarició la mejilla izquierda y le corrió el pelo despejando su oído. Percibió sobre sus dedos el relieve de un estigma de otros años y luego le susurró un par de palabras, quizás al mismo tiempo que agradecía la suerte que le regaló el destino: “gracias corazón”.
7.
Mientras aplauden retumba el vacío en los subsuelos hospitalarios. Despiertan sirenas, se bifurcan caminos. Corren los invisibles. No son esclavos de blanco, tienen nombre y rostro. Esa imagen en la que se encuentran diariamente reflejados durante el ritual de esconderse en esa escafandra antiviral para salir a dar batalla. Desafiando el físico y la razón. Suplicando como un mantra para no ser un número más en la estadística. Inmunizados frente a toda hipocresía social. Implorando que no colapse el sistema, la mente ni el más noble de los órganos. Mientras aplauden salen a la luz palabras que dibujan una perfecta arquitectura, se escribe cada historia en ese gran relato que es la vida. Ella, sin el encanto del caos inesperado, es solo supervivencia.
FIN
El autor:
Esteban Crosio: Médico (especialista en Hemoterapia e Inmunohematología y Medicina del Deporte). Docente (Cátedra de Histología y Embriología de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina -UNR).
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