Dra. Marilina Monti
Es lunes, y la sala de internación está llena. Me preparo un té negro bien cargado, me acomodo como puedo en mi silla poco ergonómica y me dispongo a escribir un alta. Cómo cuestan los lunes. Las ocho y tantas horas de trabajo vuelan. Corto para almorzar, pero a veces ni siquiera tengo tiempo de ir al baño. Y después de unos veinte minutos de concentración ininterrumpida empiezo a sentir una urgencia en mi bajo vientre que no me deja concentrar en las indicaciones del alta de mi paciente. Me estoy haciendo pis.
Aprieto Ctrl+S, desenredo mis piernas, me vuelvo a colocar el barbijo, que lo había dejado colgando de una sola oreja para tomar el té, y salgo de la oficina de médicos. El baño del staff queda a unos treinta metros, atravesando la sala de internación. No sé a qué ser brillante se le ocurrió esta disposición arquitectónica.
Camino tres pasos y Lisa, la enfermera de cama 28, me pide que lo vaya a revisar porque le parece que está un poco intoxicado con opioides. Giro 90 grados sobre mis talones y entro a su habitación. Hola Carlos, ¿cómo anda?
Carlos, que estaba medio dormido, entreabre los ojos y sacude la pierna derecha. Le pido que extienda los brazos para ver si tiene contracciones mioclónicas, le examino las pupilas con la linterna del celular, le hago un par de preguntas, cuento cuántas veces por minuto respira, me fijo en su cárdex cuántas dosis de rescate de morfina tomó hoy y, uniendo la información que recolecté, descarto el diagnóstico de intoxicación con opioides. Menos mal. Suerte para él, y para mí. Si estuviera intoxicado gravemente tendría que sacarle sangre, ponerle una vía y plantarme a su lado por un buen rato mientras le doy el antídoto, observando cautelosamente porque si le doy de más, podría entrar en una crisis de dolor. Me imagino teniendo que hacer todo eso, que sería una urgencia médica, y orinándome encima, porque lo mío no lo es. Sonrío, y tengo que tensar mis músculos pélvicos para que no me pase de verdad. Me pongo a documentar todo esto en su historia clínica y la farmacéutica me interrumpe para pedirme que cambie la prescripción de lorazepam de cama 21 a vía oral, porque nos quedamos sin el sublingual. Cómo no. Esto me lleva medio segundo y la dejo contenta.
—¡Ay, doc! Ya que está acá, la familia de Verónica Martínez quiere que le dé el parte —me dice Bernardo, otro enfermero.
—¿Podrán esperar unos 5 minutitos que tendría que ir al baño?
—Y, no sé… están acá desde hace rato, ya se deben estar por ir.
Recuerdo las nuevas restricciones en los horarios de visita —maldito coronavirus— y me voy hacia la habitación de la señora Martínez. Repaso mentalmente diagnóstico, evolución, plan, y toco la puerta. Rezo para que no tengan muchas preguntas. Mi vejiga está tirante como mejillas flechadas con el primer sol del verano. Su hijo arranca preguntando si se puede quedar internada más tiempo, porque así como está no la pueden cuidar en casa. Le explico que esta no es una unidad de estancias largas, que cuando lo agudo esté resuelto lo ideal sería que se vaya de alta para disminuir el riesgo de infecciones. Me mira poco convencido. Le digo que le vamos a dar una tarjeta con todos los números de contacto por si se llega a descompensar, y el marido interviene diciendo que tiene turno con el oncólogo el martes que viene, así que para entonces le gustaría que ya esté en casa. Mi vejiga me reclama. Pincha. Pongo en práctica los ejercicios de Kegel. Aprieto los músculos perineales y mi pie se mueve como si estuviera memorizando una coreografía de tap.
Negociamos como objetivo el alta de Verónica hacia el final de esta semana, si todo va bien.
Verónica me hace seña con su pulgar derecho para arriba y yo la imito con mi pulgar izquierdo, como si fuera un espejo.
Listo, satisfechos. Los saludo cordialmente y ahora sí, me voy al baño.
Paso el mostrador de recepción y sonrío debajo de mi barbijo como si fuera Mario Bros juntando moneditas en la recta final del nivel. Solo quedan 5 metros, ya casi estoy. En eso escucho que Horacio, el recepcionista, me llama: ¡doctora, llamada urgente del laboratorio! ¿Puede atender?
Urgente es urgente. Media vuelta y Mario Bros pierde una vida.
—Sonia Navarro tiene un calcio de 3.2 —me dice desde el otro lado del teléfono una voz con un acento que no logro descifrar.
—Gracias por avisar.
Vuelvo a mi oficina buscando a mi colega para pedirle que se ocupe de eso, pero la oficina está vacía. Camino el pasillo para arriba y para abajo como si fuera un padre primerizo a quien no dejaron entrar a la sala de partos, pispeando en las habitaciones a ver si lo veo, pero no lo encuentro por ningún lado. ¿Estará en el baño el muy afortunado? La caminata desvía la atención de mi vejiga momentáneamente, pero después de un rato explota otra vez. Urgente. Esto es urgente.
Finalmente lo veo que entra por la puerta principal y me acerco a él casi trotando, le paso el fardo rápido, como un técnico de fútbol dando indicaciones antes de la definición por penales, y le digo que enseguida vuelvo.
Ahora sí. Voy a cruzar esta sala otra vez como caballo con anteojeras. Como Mario Bros cuando tiene que saltar varios honguitos juntos. Llego a la puerta del baño. Ocupado. La puta madre, me meo. Ya no disimulo. Frunzo las piernas y medio que me agacho, como si hiciera una posición de yoga que no se me da muy bien. Golpeo la puerta para hacerle saber a quien sea que haya adentro que hay alguien esperando. ¡Ya salgo! Me responde una voz de mujer. Pienso en otras cosas, pero mi vejiga vuelve al centro de mi atención como un imán. Nunca supe bailar samba, pero creo que me habrían hecho un casting para alguna carroza de festival si me hubieran visto esperar esos últimos… ¿segundos? Horas. Parecieron horas. Sale Lisa secándose las manos en el pantalón, y yo le choco el hombro tratando de arrojarme sobre el inodoro. “¡Perdón!” Le grito, sin mirarla. Trabo la puerta. Me siento en el inodoro. Me siento como Mario Bros cuando agarra la banderita desde lo más alto del mástil. Me alivio, como dicen los franceses y Cortázar.
Y después yo me pregunto por qué me agarran infecciones urinarias.
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