Autor/a: Esteban Crosio
“Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas se encuentran en el perro”.
Franz Kafka
El martes 6 de agosto de 2013 a las 9:38 h se produjo en Rosario una explosión y posterior derrumbe de un edificio por una fuga de gas natural. La onda expansiva alcanzó los 500 metros originando grandes pérdidas materiales. LOLA, una perra rescatista, llegó al lugar el día siguiente junto a su entrenador y socio incondicional, Cristian Kuperbank. Luego de inagotables jornadas de búsqueda, el 12 de agosto hallaron los cuerpos de las últimas personas desaparecidas. A veces el consuelo entre tanto dolor se reduce a eso: reconocer físicamente a alguien que no volverá a abrazarnos. El daño emocional aún perdura y difícilmente pueda alguna vez borrarse de la memoria de sobrevivientes y familiares de las víctimas. La tragedia de calle Salta 2141 fue la última misión de esta criatura tan especial.
Además de intervenir en el megaoperativo desarrollado en Rosario, Lola y Cristian participaron en 2010 en Haití, Guatemala y Chile. Durante el siguiente año fueron protagonistas en Nueva Zelanda y Turquía. Terremotos, huracanes y sismos no impidieron que este héroe al rescate siga a su adiestrador a todos lados como la más dulce de las sombras. Lola era una perra labradora color chocolate, mezcla con labrador chesapeakede, de ojos color otoño y mirada profunda. Hacía valer su instinto como una herramienta vital en el medio de las catástrofes. La capacidad de oler por separado en cada fosa nasal, de oler en estéreo, permite simultáneamente a los caninos respirar e identificar aromas. Dicen los que saben que para esta función cuentan con cerca de 300 millones de células altamente especializadas, una suma nada despreciable comparada con los 5 millones con los que contamos nosotros. Lo más sorprendente del olfato de los perros es que puede atravesar el tiempo, revelando otro mundo más allá de nuestra vista.
Lola finalmente murió el 25 de enero de 2015 tras padecer una insuficiencia renal. Cuando los riñones de los animales comienzan a fallar, al no contar con la posibilidad de realizar diálisis o un trasplante, la cuenta regresiva no tiene retorno. “Lola era única”, recuerda Cristian en una nota periodística sobre la tragedia de calle Salta, quizás sumergido en el inevitable desencanto de la vida. Él guarda en su casa la estatua construida en homenaje a su compañera con donaciones de llaves y otros elementos de bronce que llegaron desde todo el país, esperando todavía un merecido lugar para ser exhibida públicamente. “Lamentablemente la pérdida de un animal que es miembro de tu familia es muy fuerte. Pero después de vivir tantas miserias por los diferentes desastres en los que socorrimos, tenemos fortaleza y eso hace que su recuerdo sea con mucha alegría”. Años después el destino (que le gusta hacer de las suyas) le regaló a Cristian otro compinche de aventuras.
El sábado 21 de octubre de 2017, luego de pelearla con una hidalguía envidiable por cualquier persona, los riñones de un tal Gaspar dijeron basta y una parte de mí se fue de viaje con él. La otra parte que quedaba, meses después decidió cruzar el gran charco y llegar a España. El objetivo era una capacitación médica en el Hospital Vall d´Hebron, encontrando en el refugio de ese desafío la forma de procesar el desconcierto de la ausencia de quien fue un gran compañero y al mismo tiempo todo un aprendizaje. Fue ahí donde en mayo de 2018 conocí a LILA y a Manuel, un paciente de siete años con el diagnóstico de una enfermedad tan rara como difícil de tratar: Anemia de Fanconi.
Lila también era de raza Golden Retriever pero de pelo blanco azúcar pura, con una templanza que distaba de la hiperactividad que caracterizaba a Gaspar. Confieso que cuando los catalanes paraban antes del mediodía para su reglamentaria bocata, yo me escapaba a la Unidad de Oncohematología Pediátrica que se ubicaba a unos cien metros del Banco de Sangre para ver cómo se desarrollaban las terapias asistidas con canes. El objetivo era trabajar mediante la interacción con el animal, los aspectos emocionales, físicos o sociales de los niños tratados en el hospital: motivarlos en su proceso de recuperación y reducir su estrés. Bastaba ver la cara de sorpresa de los pequeños ante el primer encuentro o el fuerte lazo que iban construyendo en los posteriores contactos para confirmar la eficacia de este tratamiento complementario.
Manuel, con su sencillez de niño y el temple del adulto que acaso nunca llegue a ser, asumía sin quejas que por el momento su enfermedad lo condenaba a transfundirse con frecuencia hasta encontrar algún día una solución definitiva. La desconfianza inicial quedó rápido en el olvido y muy pronto crearon con Lila un vínculo encantador. Se acompañaban semanalmente, con el carácter de quienes no necesitan robarse el protagonismo y solo complementarse casi en silencio. Por un brazo él recibía un concentrado de glóbulos rojos y por el otro a través de su mano rozaba suavemente con el pulpejo de los dedos el lomo de ella. “¿Nos vemos la semana que viene?”, le preguntaba Manuel al despedirse, luego de besarle la frente. Probablemente el vértigo de la cola de Lila delataba una respuesta más que contundente. Y así también me tocó despedirme a mí, porque toda aventura dentro de una gran historia suele tener un principio y un final.
Hoy después de terminar de trabajar cambié de rumbo y preferí elegir boulevard Oroño como ruta a pie con destino a casa. Cualquier recurso es válido cuando una mochila de pacientes te cuelga de la cabeza. Doblé en calle Salta y a la altura del 2100 sobre la mano derecha me topé con los restos de ese monstruo de cemento dormido. ¿Serán algunas de estas baldosas las que ocho años atrás les dieron unos minutos de respiro a Cristian y Lola los días posteriores a aquella trágica explosión? Seguí camino por la misma calle hasta doblar por Paraguay y chocarme con el cajero del distrito Centro. En esa interminable cola donde el reloj se transforma en enemigo y el celular en la distracción más cercana, redescubrí como una epifanía virtual una foto despidiéndome de Lila en Barcelona. La era pre-barbijos me delataba con una sonrisa contenida como un nene que se retrata con su ídolo. Ya concretado el trámite en cuestión, aceleré la marcha porque antes de que baje el sol era impostergable cumplir con el ritual de pasear con LOLO, el atorrante disfrazado de lazarillo.
Escribo y Lolo me custodia de reojo reposando en el tibio colchón del balcón, no pudiendo evitar recordar cómo pocos meses después de volver de aquel viaje me encontré con él. Podría decirse que nuestros caminos se cruzaron y en realidad nos chocamos. Uno nunca sabe de antemano qué decisiones pueden cambiarte la vida. Porque tal vez si lo supieras le darías tantas vueltas al asunto que hasta pondrías marcha atrás en tu determinación.
Lo cierto es que este veterano flojo de papeles fue la combinación perfecta entre un rescatista improvisado y un asistente terapéutico instruido en la calle (definitivamente tiene cosas de Lola y Lila). Vuelco palabras sobre el teclado mientras se lame las patas solemnemente. Estira con la sabiduría de quien no piensa en sus imperfecciones y bosteza sin miedo a esconder el pasado de sus dientes. Observando esa alegría irracional contenida siento que le vamos ganando la batalla al tiempo y logramos ser un poco inmortales. Se acerca, me mira con ojos de quien no precisa juzgar la realidad y apoya una pata sobre mi muslo sin cuestionamiento alguno. Es en cada uno de esos pequeños gestos donde la naturaleza nos reconfirma algo que ya sabemos: los perros son más humanos que nosotros.
El autor:
Esteban Crosio: Médico (especialista en Hemoterapia e Inmunohematología y Medicina del Deporte). Docente (Cátedra de Histología y Embriología de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina -UNR).
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